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El Batán, día uno

  • Foto del escritor: Pierrot
    Pierrot
  • 14 jul 2023
  • 3 Min. de lectura

Hospital psiquiátrico Dr. Rafael Serrano "El Batán", ciudad de Puebla, sábado 8 de julio de 2023.


"Desvístete", me dijo Alejandro, "y ponte algo de aquel montón". Con el dedo señaló una pila de ropa vieja que se encontraba reposando sobre una cama de hospital.


El montón de ropa estaba deslavado, percudido.


Me puse a hojear. Todas las prendas eran holgadas, sus telas eran suaves al tacto; ropa perfecta para holgazanear en casa.


Los pantalones que tomé me quedaron anchos, pero pude encontrar una camisa que parecía hecha a la medida. Era extra-chica, la talla perfecta para un flaco que llevaba perdiendo un kilo por mes desde hacía al menos un año.


"Sígueme", me dijo Alejandro, con un tono seco pero educado. Tal vez el hombre hubiera perdido la buena costumbre del "por favor" y el "gracias" pero su voz cargaba buenas intenciones.


Acaté la orden y lo seguí a un pequeño cuarto adjunto a la sala principal, aquella en la que dormían los locos. Entre las herramientas y cajas que adornaban el cuartucho había una pequeña charola azul. Alejandro la tomó, sin demasiada prisa, y de entre las drogas que ahí se encontraban escogió una:


Sertralina


"Toma", me indicó a la vez que me acercó una pastilla. Me la tomé de inmediato, sin pensármelo dos veces.


Los meses pasados las voces no habían parado de intensificarse, las imágenes que invadían mi mente no habían dejado de presentarse, cada vez más brutales, cada vez más grotescas. La verdad es que el impulso por jalar el gatillo se estaba tornando irresistible.


La sertralina no me salvaría del yugo de mi propia mente, pero era mejor que nada y, por lo tanto, me la tomé sin pensármelo dos veces.


Regresé a la sala principal y aguardé. Mientras esperaba también contemplaba. Contemplaba lo que sería mi nuevo hogar por los días siguientes: sus paredes blancas, las camas de hospital, la estéril luz que alumbraba sin dar calor alguno.


De entre todas las cosas a mi alrededor había una sola que no quería contemplar, tal vez la más interesante de todas: amarrado a una cama, completamente desnudo, había un hombre de poco más de cuarenta años, un hombre que gemía y se retorcía, un hombre cuyos ojos estaban perdidos, cuyas palabras se habían vuelto ininteligibles.


Por ratos podía evitarlo, cuando se cansaba y dejaba de gemir, pero estos ratos duraban apenas unos minutos, minutos que él aprovechaba para recuperar el aliento y así, una vez más, regresar a su horrendo ritual.


Gemir y retorcerse, gemir y retorcerse, gemir y retorcerse una vez más. Cuando él hacía esto yo no podía evitarlo, lo intentaba, pero no podía. No podía apartar mis ojos de sus cortos brazos, brazos que se encontraban al rojo vivo, cerca del sangrado. No podía apartar mis ojos de su rostro, rostro que se deformaba con horribles visajes, aparentemente aleatorios, absolutamente horrendos. Pero sobre todo no podía apartar mis ojos de su verga, de su enorme verga que se agitaba con una fuerza salvaje cada vez que él daba inicio a su macabra danza.


Esa visión quemó mis retinas, penetró mi cabeza. Por mi mente corrieron imágenes de todos aquellos amantes que alguna vez tuve. No podía ver sus rostros, no podía escuchar sus voces, sólo podía vislumbrar su sexo. Incontables vergas que alguna vez me habían parecido irresistibles, que tantas veces sentí necesitar dentro de mí, que ahora se tornaban repulsivas. Todas y cada una de ellas me daban asco, me recordaban la miseria, la perdición, la condena a la que este hombre estaba atado.


No pude resistirlo más, me levanté y corrí a los baños. Vomité, lloré, y vomité un poco más.

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