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Klochard

  • Foto del escritor: Pierrot
    Pierrot
  • 30 jul 2024
  • 11 Min. de lectura

Ahora no hay tiempo para aburrirse, la felicidad desapareció en algún lugar de la tierra y sólo queda el asombro.


(Roberto Bolaño)


  • 10 de agosto de 1975, México DF


Despierto sobresaltado entre las tinieblas de la ciudad.


Enciendo un cigarrillo arrugado.


A través de una gris ventana; la urbe, bestia que se retuerce al momento crepuscular.


Su triste lamento se estampa inexorable con la indolencia, el reconocimiento de lo banal.


La oniria me rechaza, se contrae ante mis caricias y pide que me vaya.


Abro la puerta, me despido del motel y me adentro en la enardecida ciudad,

ignorante de aquello que costará aquel vagar.


Tres libros viejos me acompañan, a mi paso el caos de los “desperados”.


Miserables.


Pulmones de papel sobre los que se expresa aquel artista llamado smog,

piernas de plomo que se hunden en el pantanal de aquel tiempo llamado presente.


Las horas se consumen veloces,

como los cigarros que alivian mi paso y de los que el viento ha borrado todo rastro.


Me encuentro en un bar.


Eróticas siluetas bailan sobre sus paredes azafrán,

jóvenes marxistas sueñan con un mundo que nunca verán.


Un espectro me dirige la mirada,

ojos trasnochados reposan sobre un rostro que ha sufrido más vida de lo normal.


Cabello azabache, botas militares, delgados labios que me invitan a pasar.


Mis pies me llevan con la mujer imán,

en su mesa un tarro más grande que su cabeza,

un tomo de poesía escrito en lengua animal.


Una sola pregunta vicia el aire, me pone de rodillas y me hace rezarle:


“¿En cuántos pedazos quieres volar?”


  • 12 de junio de 1978, pueblo sin nombre


Se cumplen tres meses ya.


Un cuerpo afligido, una mente estancada.


No recuerdo el nombre del lugar, tal vez nunca hubo un nombre a recordar.


Luces cálidas y viciadas cruzan las delgadas cortinas de mi habitáculo.


Coloco ambos pies sobre la tierra, un bastón que ahora necesito para andar.


Antes de salir miro atrás y respiro aquella cueva húmeda, el frío de su seguridad.


Con lentitud y, ¿por qué ocultarlo?, el miedo a lo que pueda haber más allá,

lo dejo todo atrás.


En el exterior me aguarda una luz cegadora, un jardín olvidado, una fuente en la cual el agua no corre más.


Escucho voces, me acerco a ellas, me apartan un lugar.


Alguna vez conocí sus nombres.


Cuerpos borrosos.


Rostros ininteligibles.


“¿Quieres?”


No respondo, mis dedos temblorosos toman la bacha y mis labios húmedos besan su calor.


“Me voy.”


Digo en voz baja, un susurro que no corta aquello que debiera cortar, que no llega a los oídos a los que debiera llegar. Repito.


“Me voy.”


“¿Y hora manito? ¿Qué sigue? ¿Veracruh, Chiapas, Sinaloa…?”


“Sonora.”


No hay objeción.


Fumamos, comemos sobras, hay besos, caricias, hacemos el amor.


Llega el atardecer, tomo mis cosas y me voy sin decir adiós.


  • 10 de octubre de 1980, Puebla


¡Infamia!


¡Infamia y vergüenza!


Una noche que quisiera borrar, personas que quisiera olvidar, ¡pero no!


Cada segundo, cada momento, cada mala decisión grabada sobre estas condenadas retinas.


¡Una hora!,

no…


¡Dos horas vagamos por la ciudad para llegar a ese agujero infecto, ese antro de mala muerte, esa cueva sucia y hacinada!


Aún arden en mis ojos sus luces de neón, aún penetra mi olfato la peste de esos baños, aún retumba en mi cabeza ese miserable “dum-ta dumta, dum-ta dumta”


¡Ugh!


Cinco fuimos los idiotas que marcharon voluntarios a ese matadero, cinco incluyéndome a mí,

¡el mayor idiota de todos!


De los otros cuatro he olvidado a tres, gracias a Dios, pero la cuarta no me deja en paz,

se ríe de mí en sueños, baila sobre la tumba de mis recuerdos.


Fernanda se llamaba y yo en ese momento me la quería follar,

no...

en realidad, le quería hacer el amor,

no…


en realidad, me quería casar con ella, darle los hijos que pidiera,

liberarla de todo dragón que la apresara, de todo mal que la acechara.


No sé qué diablo se había apoderado de mí,

qué criatura burda y vulgar había incendiado mi corazón.


Sólo la conocía de unas cuantas semanas, menos de un mes,

y nunca había amado a nadie como la amaba a ella,

nunca he vuelto a amar a nadie de esa manera,

y eso lo agradezco.


Ojalá mi profunda, irremediable e incorregible estupidez de esa noche hubiera bastado para alejarla.


Me hubiera ahorrado años de exilio, humillación y vergüenza, ¡pero no!


¡Mi estupidez y su locura se revolcaron esa misma noche

y concibieron una relación de incendios y plagas!


Verán, yo estaba aterrado, ante la imaginada enormidad de Fernanda yo era apenas un insecto, una hormiga pequeñita temblando en el frío de una noche eterna, de un cielo sin estrellas.


Nunca he fluido bien en aquellos ambientes;

la gente me incomoda, la música me estresa, el alcohol me tienta.


Esa noche, sin embargo, ella iba a estar ahí, esa noche, sin embargo, yo debía estar ahí.


Los tragos empezaron temprano y ella pidió la primera botella, un asqueroso veneno que yo pagué…


¡5000 pesos!


¡278 dólares!


¡259 euros!


¡24,965,116 libras libanesas!


Pero pagué gustoso, todo por impresionarla, todo para que viera que yo no era aquella hormiguita, aquel insecto que ella en cualquier momento hubiera podido aplastar bajo su enorme zapato.


Ni siquiera era necesario.


Ella gustaba de mí, estaba enamorada de mí, todos podían verlo, pero yo estaba ciego.


Tres veces habíamos salido ya;


a escuchar jazz, a tomar una copa, a conocer a nuestro futuro rival.


Ella se enamoró al primer día, signo primerizo de su locura,

a mí por el contrario me pareció poca cosa.


Cruzamos dos palabras, tal vez un par de oraciones más,

ella tropezaba con todas las inseguridades que traen consigo las patologías del amor,


yo apenas escapaba de otro mal de amores, del rechazo de una mujer fuerte, inteligente,

una de esas mujeres que justifican los suplicios que inevitablemente acompañan al “no”.


Pasaron los días, amigos y conocidos nos hicieron coincidir,

nos acercaron al abismo al que nosotros saltamos gozosos,

un par de adolescentes inflamados por la pasión.


Se acercaba la tormentosa noche y, antes de la tragedia, coincidimos una vez más.


Estuve en su casa.


Estuve con ella y con su hermana, y con un conocido más.


La hermana sufría ante un futuro incierto, ante decisiones que no tenía el valor de tomar,

Fernanda cargaba una melancolía difícil de explicar.


El llanto de un artista que no tiene motivos por qué llorar,

la tristeza que se manifiesta por sus propios huevos,

sin ninguna finalidad más allá de verse hermosa frente al espejo.


No sé qué pasó esa noche...


¿vi ascuas en su mirada?


¿escuché una bella armonía en su voz?


¿saboree dulzura en sus tristes palabras?


Lo único que sé es que después de esa noche yo debía ser suyo,

entregarme a sus brazos y caer a sus pies.


¡Los papeles se habían invertido!


Ella seguía enamorada, sí,

pero ahora yo estaba embelesado, enloquecido, sometido bajo su antes imperceptible perfección.


¡Estúpido!


¡Imbécil!


¡Retrasado mental!


Si en ese momento me hubiera marchado, si esa noche me hubiera quedado en casa…


Si tan sólo hubiera mantenido una sana distancia, esa fijación,

esa repentina obsesión se hubiera marchitado,

hubiera muerto como incontables veces había pasado,

como incontables veces volvería a pasar.


Pero como palomilla volé hacia las llamas.


Estaba asustado, esa es la verdad.

Era un niño y estaba asustado y ella,

al calor de la noche, ante la excitación del futuro, fluía con total naturalidad.


Se veía hermosa bailando, se veía segura, se veía completa.


Todo un acto, con guionistas y sonidistas, camarógrafos y un director galardonado.


Me estaba invitando a participar en su película, a ser su héroe por una noche…


Pero yo no sé actuar.


Esta burda imagen, este pretencioso hablar, de mí no hay nada más.


Así que tembloroso huí de su set, y tomé, y tomé aquel veneno que, en mi vulgar intento de impresionar, había comprado.


Minutos convertidos en horas, centímetros convertidos en kilómetros,

un hombre sobrio y entero convertido en un niño borracho y roto.


Es entonces que pasó.


¡Se me acercó!


No, Fernanda no, otra mujer,

una mujer normal, una mujer que no tenía la altura de un gigante ni la perfección de un ángel.


Se me acercó y me invitó a bailar…


Qué escena más cansada.


Escena escrita por un papanatas,

por un niño pretencioso e imbécil que se siente demasiado cómodo con el humor negro,

demasiado a gusto con la subversión

y demasiado feliz narrando a los infelices.


¡Maldita sea la fuerza que me impulsó a decir “sí”,

el “sí”, la palabra más dañina en toda la lengua castellana!


Bailamos…


Y el baile se convirtió en un abrazo,


y el abrazo se convirtió en un beso,


y el beso se convirtió en un agarrón,


y el agarrón se convirtió en una foto, una imagen grabada en la memoria de mi futura amada.


El drama fue mayor, su venganza veloz.


En un mundo bueno, en un mundo mejor,

allí hubieran terminado las cosas,

allí hubieran muerto todas mis pretensiones,

víctimas sangrantes de mi inmadurez, de su rencor…


Este no es un mundo bueno, este no es un mundo mejor.


Sí, el reclamo fue duro, pero no duró.


La verdadera tragedia de esa noche no fue mi estupidez, no fue su decepción…


La verdadera tragedia fue aquel “sí”,

aquel “sí” con el que respondió a mis plegarias,

aquel “sí” con el que nació nuestra relación.


Una relación cimentada en el rencor, en la desesperación,


una relación de incendios, una relación de incendios y de plagas…


  • 12 de junio de 1982, a la sombra de una iglesia abandonada (¿Sonora?)


Abro los ojos, frente a ellos un desierto gris se extiende eterno.


Mi espalda, partida, la sostiene el contrafuerte de una iglesia, de mi iglesia.


Deslavada, abrumadora, olvidada.


¿Por qué Dios habrá dejado de visitarla?


Aún reptan ángeles sobre éstas, mis arenas,


largas sombras que se deslizan a la distancia, rostros de hombre, libres de máscaras.


Sus ojos me miran y no me ven,

sus pies caminan y no avanzan,

sus voces ululan, pero yo estoy sordo.


Inhalo, pero mis pulmones los han rajado.


Doy un salto, pero mis piernas las han cortado,

así que mejor ahí yazco, sentado, sordomudo y abandonado.


Pero aún no he sido abandonado,


a estos ángeles sí, ya los olvidaron,

Dios se marchó, no tuvo el valor,

no supo decir adiós…


Una sombra se sienta a mi lado.


Ojos sin tristeza, ojos sin esperanza, ojos sin nada.


Una mirada vacía, un par de azogues que me horrorizan, que me espantan,


quiero girar mi cara, tratar de ignorar la soga que cuelga de su garganta.


Fracaso, mis ojos la persiguen, sus espejos reflejan una bestia mutilada.


Suplico me deje,


le suplico,

su cruz me pesa,

mi cruz me pesa,

de pronto, todo me pesa.


Estoy muerto.


¡Pero no!


Veo un ángel,


una sombra technicolor,


un arlequín, un bailarín, y un salvador.


No lo entiendo;


yo estoy sordo,

mi amiga sombra, muerta,

no lo entiendo, pero lo observo.


Y el arlequín, mi arlequín, nuestro arlequín, baila.


Libre, solo, feliz,


baila.


Aún no he muerto, aún no estoy muerto, apenas si estoy naciendo.


Un parto tenebroso, un parto sangriento,

pero al final del martirio, al final del dolor, al final de este horror,


Respiro.


  • 6 de abril de 1994, Puebla


Me arrastro por avenidas casi desiertas.


Ocasionales vaqueros de traje y corbata flanquean mi vagancia.


Vaqueros iracundos que amenazan estampar sus grandes tumbaburros

contra la pequeña y fiel mula que acompaña mi andar.


Sus siluetas, a la distancia minúsculas y penosas, desaparecen tras cumbres de espejos.


Son altas horas de la madrugada en las que es casi posible apreciar cierta belleza en esta,

mi malograda ciudad.


No recuerdo qué caminos he de tomar,

vidas enteras dejé atrás desde esa última peregrinación,

desde ese último sueño.


Me ahogo en el olvido, los ojos se nublan y los oídos no dejan de zumbar.


Supervivo.


Pasan las horas y llego a vislumbrar aquel recuerdo que forzó mis pies.


Me detengo frente al portal.


Veo fragmentos, imágenes atroces de un cuerpo esbelto,

de ojos transparentes, de un fuego que consume, devora y mata.


No me atrevo a llamar, subo a mi mula y doy vuelta atrás.


  • 17 de febrero de 1995, México DF


Una carcajada.


Se traga el aire de la pieza con una carcajada.


Yo no río, la observo; sus tetas de silicona, sus ojos de azogue, sus manos de trabajo.


Le permito fumar despacio.


Pasan un par de minutos, tal vez un par de años.


La habitación se encoge, primero con lentitud, después a pasos agigantados.


Me susurra algo al oído, sostengo su teta en mi mano, sus labios acarician mis labios.


Medio vestidos, medio adormilados, los dos actuamos en automático.


Sus dientes muerden mi oreja, mis manos dibujan su silueta, su coño se traga mi verga.


Me vengo rápido, fuera de ella.


Respiramos.


Prendo un cigarrillo y me retiro al baño.


El espejo me observa desconcertado.


Comida, ácido, bilis, vísceras y sangre.


Al final ya no queda nada más que vomitar.


  • 19 de octubre de 1997, Xalapa-Enríquez


¡Un día maravilloso, un día a recordar!


Aún conservo todos los hechos, conservo hasta el último detalle,


detalles deformados y maquillados por el tiempo, sí,

pero detalles completos, y a su manera,

más certeros que aquella realidad que como buen poeta he preferido olvidar.


Ese día empezó en la más dulce oscuridad,

en un silencio sepulcral,

un día idéntico a su ayer,

un ayer idéntico a su mañana.


¿Qué pudo perturbar aquella paz,

qué pudo cambiar aquella eternidad,

si no mi viejo amigo, el azar?


El más grande entre los hombres,

la única certeza en nuestra incierta realidad.


Y el azar se dejó ver, y donde un día hubo silencio, ahora marchaba una canción.


Una melodía atonal,

una melodía sin métrica ni pulso,

ni timbre ni voz,

pero una melodía, al fin y al cabo.


Y a mí me penetraba y me taladraba,

robaba mi placido sueño, mi descanso eterno.


Y le grité: “¡cállate!”


Pero no lo grité, pues verán, yo no tenía boca con que gritar.


¡Cállate!”


Repetí, pero, así como yo no tenía boca y por lo tanto no podía gritar,

aquella canción no tenía oídos y, por lo tanto, no me podía escuchar.


De pronto la canción,


ululando


y chillando


y bramando,


ante mi sorpresa se hinchó.


Frente a mí se infló como un globo, se infló en un crescendo que no cambió su forma si no su fondo, y lo que antes era ruido ahora era luz,


y esa luz me cegó,


y esa luz me quemó.


Sentí como si me rajaran, como si me rajaran desde el pecho hasta la verga,

eso fue lo primero que sentí…


Sentí como si se me cayeran las piernas, como si el fémur se soltara de la cadera,

eso también lo sentí…


E intenté gritar,

y probé y probé hasta que se rompieron mis cuerdas,


pero nadie me oyó, pues verán, yo no tenía boca con qué gritar,

y aquella luz no tenía oídos con qué escuchar.


Pero tenía brazos y tenía voluntad, y si no podía gritar, si no podía andar,

al menos me podía arrastrar.


Y me arrastré, y me arrastré,

y mis ojos se quemaban, y mi cuello se cerraba, pero en ningún momento paré.


Yo me arrastré y me arrastré.


Nunca huí, no, la luz se hinchaba y me gritaba,

y yo me arrastré hacia la luz, me arrastré hacia la luz y esta me quemó,

la carne se desprendía de mis huesos,

los nervios se calcinaban en mi piel,

pero yo nunca paré.


No soy cualquier guajiro, ya no soy aquel niño,

yo me arrastré y a la luz toqué.


Mis pulmones se abrieron y, por primera vez...


Respiré.


  • Hoy


Y eso fue todo amigos;


todo el dolor,


toda la locura,


todo el sinsabor.


En cualquier momento hubiera podido escapar de esos amargos laberintos,

saborear la única libertad,


pero miré a mi Dios a los ojos y dije “no”.


No emprenderé el viaje sin retorno,

no me adentraré en aquel vulgar y rancio agujero al que llamas paraíso,

yo aquí me quedo, y yo aquí me voy a quedar,


y cuando me quieras llevar, cuando de esta tierra maldita me pretendas arrancar, prepárate.


No me iré en silencio.


No me iré en paz.


Gritaré, patearé, si es necesario, rogaré…


Esta tierra es mi tierra, este cielo es mi cielo, este dolor es mi dolor.


Y yo le apuesto a la tierra, y le apuesto al cielo, y le apuesto al dolor.


Y cuando me saques de aquí lo tendrás que hacer a rastras,

y cuando me tenga que ir lo haré sin decir adiós…

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