La Enfermedad
- Pierrot
- 15 jul 2023
- 3 Min. de lectura
Ese día noté que estaba enfermo.
No era una enfermedad metafórica, alegórica, como siempre había querido imaginarla. Era una enfermedad real, que se extendía implacable por mi mente, por mi cuerpo, por mi alma.
Ya habían pasado meses en que las lágrimas me visitaban a diario, de forma casi ritual; si un día no las recibía sentía que había faltado a una labor esencial, como aquel que no se baña, como aquel que no asiste a su trabajo.
Por dos periodos del día podía escapar al llanto, evitar esa retorcida obligación. El primero era al tocar: me sentaba frente a mis instrumentos; mi batería, mis congas, mi cajón, y daba inicio a un malsano frenesí.
No existía el ritmo o la estructura, el concepto de musicalidad escapaba a esta práctica. Por horas sólo existía el acto salvaje, ausente y liberador de pegarle a un pedazo del mundo y de recibir una respuesta a cambio, de no ser ignorado por la realidad.
El segundo periodo de libertad se escondía en la lectura, acto maravilloso que había abandonado años atrás, que los achaques de la vida me habían llevado a dejar pero que ahora podía retomar.
A falta de amigos el tiempo sobra y hay que buscar llenarlo de alguna forma, así que me sentaba en el silencio de mi nido y leía.
Mi voz, que generalmente se mostraba brutal e incesante, me tenía suficiente consideración para callar un rato, para dejarme vivir en la piel de esos hombres y mujeres cuyas vidas habían sido inmortalizadas en el papel. Hombres y mujeres por lo demás pequeños. Personas cuyas vidas habían sido demasiado insignificantes para ser bellas y heroicas, pero que a la vez habían sido demasiado grandiosas para ser bellas y trágicas.
Disfrutaba leer, entendía a esas figuras en el papel y ellas me entendían a mí, pero en algún momento debía de cerrar esas páginas, y al preciso instante de abandonar el mundo onírico de las letras mi voz renunciaba a su silencio y las lágrimas retornaban a cumplir su labor.
Ese día noté que estaba enfermo.
Bajé mi libro, cerré sus páginas. Como pude subí las cortas escaleras de mi departamento, tal vez caminando, tal vez reptando.
En el baño mojé mi cara, me vi al espejo. Busqué calmar a un cerebro que corría a cien por hora pero que no tenía a dónde ir.
Al ver mi rostro sentí asco, no un asco metafórico, alegórico, como el que siente aquella persona que ha aprendido a odiarse a sí misma más de lo que es sano y recomendable. Sentí un asco real, una necesidad fisiológica por expulsar un elemento enfermo, por alejar a un intruso del cuerpo y así poder preservarse.
De mi boca salió bilis; amarga, espesa, ligeramente espumosa. No se disparó de forma aparatosa, grandilocuente, pretenciosa, simplemente se deslizó con una perturbadora calma por mis labios, por mi barbilla.
Mis ojos seguían pegados al espejo, veían cosas, cosas que yo sabía no estaban ahí.
Cortes en mis brazos.
Quemaduras en mi piel.
Manos cercenadas.
Un rostro deformado.
No estaban ahí, yo sabía que no estaban ahí, mi mente conservaba aún la entereza suficiente para estar segura de este hecho. Sin embargo, todo se sentía real, tan real que al tocar mi rostro podía palpar, con una aterradora precisión, cada centímetro de piel chamuscada, caliente y deformada que cubría lo que alguna vez había sido mi cara.
Las rodillas me temblaron, las piernas se debilitaron, mi cuerpo cayó al suelo, un peso muerto sobre el cual no tenía ningún control.
Mi brazo derecho, el dominante, empezó a contorsionarse en contra de mis deseos y voluntad. Había adquirido vida propia y trataba de escapar de esa mente enferma, de ese cuerpo en decadencia y de esa alma en pena.
En esos momentos, aterradores y tormentosos, las lágrimas que hasta aquel punto habían sido mis leales compañeras decidieron abandonarme.
Inerte presencié la pesadilla que se desenvolvía sobre mi ser:
AMARRADO.
ATRAPADO.
IMPOTENTE.
Ese día noté que estaba enfermo.
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